jueves, 28 de marzo de 2024 06:59h.

Espejo de nuestros días

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Avenida de la Libertad años 70

Desde el mirador de los días presentes, contemplaba el resplandor de los momentos pasados. Aquellos cuando la espada del tiempo no apretaba con sus urgencias. Uno podía aspirar a ser todo cuanto se propusiese. La barrera estaba en la capacidad de imaginar y creérselo y nada más. Podíamos ser futbolistas, ingenieros, pilotos, policías, médicos, cantantes de rock, estrellas de cine…Nuestro espacio resultaba diseñado para buscar el huidizo pájaro de la felicidad sin las apreturas de tener que decidir qué seríamos el día de mañana para sacar adelante nuestra vida. Aún no le habíamos visto las aristas a las rebajas del tiempo y las promesas que nunca se cumplieron. Todavía no habíamos probado el regusto de la soledad y el desamor en nuestros labios y en nuestro sexo. Quedaba como un arcano ininteligible el desconcierto de la muerte y las limitadas estrecheces de la aventura vital.

“Me habría gustado no crecer nunca y ser feliz como de niños”, decías mientras mirabas con un no sé qué de tristeza en los ojos. Al principio no supe entenderte bien, sentados allí a los pies de aquella antigua locomotora negra que surcó tiempo atrás los espacios de tierra de la Avenida de la Libertad. Aquella hermosa y señorial máquina anclada en mitad de una de las principales arterias de la ciudad. Símbolo del progreso material y desarrollo económico. Nos reuníamos a últimas horas de la tarde de verano en aquel lugar que nos recordaba otro tiempo, otras historias que ya formaban parte de nuestro pasado común. Recordabas con extraordinaria capacidad episodios de una vida vivida juntos que a mí se me enmarañaban en la sucesión de los días posteriores. La memorable jornada cuando el cielo llovió tanto y con tanta intensidad sobre la ciudad hasta convertirla en una lámina de agua. Cuando la Avenida aún no estaba asfaltada, alquitranada y asaltada por la jungla de tanto coche y el ferrocarril transcurría por el medio con aquella alada locomotora anunciando su presencia con su ruido imponente.

Siempre nos preguntábamos quiénes serían aquellos viajeros, adónde irían. Nuestros pies estaban en el suelo embarrado pero nuestras cabezas se iban con aquel tren, para salir de aquella ciudad que comenzaba a oprimirnos, a no permitirnos desarrollar nuestras intactas posibilidades. Aquella ciudad, amada y odiada al mismo compás, que era promesa y cárcel, abrigo y limitación. Una ciudad que amplificó su potencial demográfico y económico con la explosión industrial de los años 60. Un espacio que era vila murada y rompió sus contornos para extenderse extramuros e hincar sus reales más allá. El tren con su amplia lengua de tierra tuvo buena parte de la culpa de dividir buena parte de la ciudad mítica. La vía y su oceánico espacio a los ojos de un niño partió aquel mundo en dos. Los habitantes de un lado y otro de la vía. Abajo, los burgueses con posibles, la gente de bien, los naturales de la tierra con sus apellidos originarios. La cultura y la lengua propias, los rincones emblemáticos, la ciudad de servicios, el teatro, los cines, los cafés, las sociedades, el casino y las corales y coros. El centro. Arriba de la vía, los barrios obreros que dieron a llamarse en genérico Carrús. Gentes venidas al abrigo de la expansión zapatera a las orillas del Mediterráneo desde Andalucía, La Mancha, Extremadura. Personas con ansias de prosperar y que fueron instalados, masificados en barrios construidos aceleradamente en los extrarradios. Al otro lado de la vía por donde aquel tren negro ondeaba su arquitectura y nos hacía soñar que otra vida era posible, que nuestra realidad no podía encorsetarse entre las cuatro paredes de aquella ciudad fabril, productiva, habitada ya por un crisol de culturas unidas por la pasión común del fútbol.

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“Te acuerdas de aquel día cuando se enfangó tanto la Avenida y en un rincón vimos un lago que parecía un mar. Entre los dos con unas tablas y unas cuerdas hicimos una balsa y con la ayuda de unos palos como si fueran remos, cruzamos aquel mundo de agua para ser libres, vivir nuestra propia vida. Nos escapábamos, como cada vez que veíamos marcharse el tren negro que era el destino de nuestras invenciones”.

Me hablabas con tanto fulgor, con tanto apasionamiento que no podía menos que emocionarme. Hoy el tren negro estaba varado en la vía y nosotros a sus pies. La tierra es asfalto y una cortina de árboles domina sus pasados territorios. Cuando la ciudad se levantaba a las siete de la mañana y se acostaba a las diez de la noche, al toque de sirenas cuarteleras de faena, la gente se modernizó, progresó. A fuerza de jornadas inagotables, compraron casas en otros barrios en expansión, abandonaron la orilla pobre y suburbial de la vía. Las gentes de aquel pueblo trabajador hasta la extenuación decidieron unirse para enterrar bajo tierra nuestra locomotora negra. Escondieron en las profundidades nuestras ilusiones pero ellos liberaron el espacio para que la Avenida se poblara de parques, aceras y edificios a ambos lados. La estación de autobuses recién construida ya le hacía competencia al tren y los pasajeros dividían sus viajes y sueños entre los medios. Nosotros ya nos estábamos haciendo mayores y los sueños infantiles y los primeros devaneos de la juventud dieron paso a las obligaciones, las responsabilidades y los convencionalismos. El paso del tiempo empezaba a doblarnos las espaldas y nuestro panorama de capacidades se reducía al tiempo que se sucedían los días. No seríamos esos seres importantes y venturosos en una atmósfera de sueños creados a nuestra grandeza. Entrábamos en el embudo del sistema, el encorsetamiento de la realidad. Las estructuras apretaban nuestras jóvenes camisas. Nuestro tren se había acabado de soterrar.

Te digo que no se puede huir al pasado aunque el presente no nos guste y el futuro sea un escenario insondable. Te repito que no podemos dormirnos en la fascinación de los días vencidos porque ya no volverán. Los vivimos y se fueron. Se cayeron de las hojas de nuestra margarita presuntamente ilimitada mientras la deshojábamos soñando ser felices. Te lo comento pero lo peor es que no me lo acabo de creer del todo. Hoy, tú y yo nos sabemos imperfectos, limitados, cobardes. Las primeras arrugas del tiempo nos visten con las primeras canas en las sienes, tenemos un generoso frontal en la cabeza y más kilos en el estómago. Hemos recortado nuestras posibilidades y ya no seremos futbolistas, ingenieros, pilotos, policías, médicos, cantantes de rock, estrellas de cine…El amor nos ha besado en contadas ocasiones y muchas más nos ha sacudido. Hemos probado el sabor amargo de la soledad y la derrota, las conquistas imposibles. La muerte nos ha enseñado ya alguno de sus perfiles en personas cercanas que eran parte de nosotros.

El tren ya no camina por la vía, entre sus colchones de tierra. Está enterrado en el subsuelo, como si el futuro nos negara la potestad de soñar con otros exilios, otras historias. Otras ciudades y otras mujeres que nos esperan en andenes lejanos para aventurarnos por las rutas de nuevos sueños. “Este es nuestro tiempo. El que nos toca vivir”, le dije. “Algún día quizás cojamos otro tren si queda margen”.

Francisco Gómez
Escritor y periodista

Relato incluido en el libro "Los días suspendidos" (Colección narrativa Frutos Secos-2017)

Fotos: Cátedra Pedro Ibarra